

Los estudiantes se encuentran con una rutina de comienzo: llegar un primer día de clase y encontrarse en un aula con más personas como èl/ella y a la cabeza de ese grupo desconocido la figura central, el/la Tutor/a.
Con el paso de los días van surgiendo lazos de amistad y simpatía que permiten hablar de un "ambiente de clase"; es aquí cuando los docentes quedan, en muchas ocasiones, relegados a un plano de referencia, docencia y formación. La intensidad de las relaciones con la familia se hacen necesarias o no, en función de la eficiencia y rendimiento de cada alumno. Y, en el caso de los adultos, se circunscribe al hecho evaluativo.
Lógicamente, las distintas etapas educativas, presentan un grado de complejidad de menor a mayor. En primera instancia suelen ser más lúdicas y conforme se avanza, la seriedad y la motivación al logro personal, profesional y económico se convierten en el norte de la educación.
Aunque existe esta variación, hay unos factores que se mantienen constantes: los alumnos , los docentes y el aula (cerrada o abierta)


Pero, ¿qué sucede cuando uno de estos elementos del hecho educativo falla en su objetivo? ¿Cuáles son las alternativas prácticas ante hechos concretos de negligencia o irresponsabilidad por una de las partes?
Lamentablemente, la respuesta es pasmosamente sencilla.
Cuando un estudiante comete un desacato de cualquier índole, no se duda en poner todos los mecanismos existentes, según sea el caso, para que la sanción sea rápida, efectiva y contundente. Pero, no es lo que sucede cuando es el docente quien peca por omisión o arrogancia. En este caso, los múltiples pasos que deben dar los padres o estudiantes son siempre tan agotadores y llevan tanto tiempo que desisten antes de comenzar. En la mayoría de los casos se decide pasar de la actitud agresora con la mirada puesta en el final del curso escolar para cambiar de educador.
Es el estudiante quien se está formando, quien está aprendiendo sobre sus capacidades y habilidades, allí con su mente abierta, lista para recibir toda una serie de isntrucciones precisas para, supuestamente, desarrollarse en varios ámbitos de su vida y es también quien se ve obligado a asumir cualquier consecuencia que se derive de los hechos.
Es decir, es muy dificil para el estudiante probar que tiene razón si tiene que enfrentarse a la actitud ofensiva de su profesor, quien, antes de reflexionar sobre su conducta, ya tiene una corte de colegas respaldándole.
La Ley de Protección al Menor, la Ley de Protección de Datos y otras cuantas llamadas a la ocasión, no permiten la instalación de cámaras que filmen los pormenores del proceso educativo, los gritos, insultos y faltas de respeto a los que son sometidos muchos colectivos estudiantiles. Sin embargo, es importante señalar, que es extremadamente contraproducente permitir que un alumno se someta a los altibajos emocionales de una persona que debería tener la profesionalidad de educar en un ámbiente respetuoso.


Es aquí donde el papel de mediadores estudiantiles y docentes se convierte en una necesidad en cada centro educativo ya que ninguno se salva de registrar pormenores en este sentido.
El diálogo y el respeto son fundamentales para que los conflictos del aula se puedan solucionar con verdadera justicia, por eso no debe permitirse que ciertas situaciones se conviertan en un bastión de poder para ninguna de las partes. Los mediadores serían una gran herramienta educativa y permitirían la misma efectividad de aplicación de la normativa tanto para alumnos como para docentes.
Estos mediadores deberían cumplir una serie de requisitos que les hagan dignos de respeto y confianza. Siendo la capacidad de conciliar y ser neutrales las más relevantes.