

La investigadora Lucía Garay decía: aunque todos los docentes reconocemos tener dificultades para acompasar el trabajo escolar con las necesidades de nuestros alumnos, “la pedagogía está en silencio”.
Por su lado, el pedagogo Díaz Barriga, también decía: existe una compulsión por adiestrar al estudiante en saberes técnicos, se ha perdido de vista la necesidad de formarlos en ciencias sociales, en una visión cultural amplia, en diversas teorías sociales y educativas. No sabemos cómo promover un pensamiento educativo estructurado desde perspectivas propias. Estos quizá son los retos que enfrentamos en esta tarea.
La pedagogía del silencio es aquella que educa a los niños en memorizar sin pensar. Quizá, la solución sea incluir el silencio en la educación, pero no de forma obligada, sino, de forma creativa.
Nuestro sistema educativo enseña, normalmente, exigiendo silencio para poder dar una clase. Cuando esto sucede, quizá hay que preguntarse si lo que realmente se enseña interesa al los alumnos. O si la forma de enseñar es la correcta.
Es muy probable que a través de estos métodos, el silencio que se logra sea forzado, y no surja desde la comprensión y la necesidad. Por lo tanto, nunca podrá existir una verdadera comunicación.
Sin embargo, cuando se comienza a mostrar el valor del silencio desde la práctica con los estudiantes, la enseñanza del silencio en la educación se convierte en una poderosa herramienta para elevar el crecimiento interior del grupo. Es aquí donde muere la pedagogía del silencio.
Cuando los estudiantes ponen en práctica el silencio, piensan, se hacen cuestiones y nace la reflexión. Entonces, los docentes se hacen necesarios. Los alumnos estudian porque es una cuestión de crecimiento personal. Nadie les impone nada. El docente sólo será su guía y enseñará no lo que se debe, sino, lo que los alumnos en verdad necesitan.